Todos guardamos en la memoria episodios en los que cometimos errores que
nos gustaría olvidar, pero son esos desaciertos los que nos ayudan a comprender
nuestras propias motivaciones y acciones.
Me llamo David Alemany soy abogado y administro el
pequeño bufete Alemany&Asociados, tengo cincuenta y nueve años,
buena salud, un matrimonio estable, dos preciosas hijas y un nieto de dos años.
Un par de meses
atrás ampliamos la plantilla en previsión a la jubilación de uno de los socios.
Luis un joven con un currículum espectacular, y con una buena capacidad de negociación,
nos pareció una buena apuesta. Todos estaban encantados de trabajar con él y
algunos clientes ya exigían que los atendiera, pero yo no había tenido ocasión
de intimar con él.
En el colegio de mi nieto organizaron dos
eventos en la plaza del ayuntamiento para recoger fondos destinados a una ONG
en Gambia dedicada a escolarizar a las niñas. Pidieron a las familias que
participaran libremente con lo que pudieran, no solo con una aportación
económica directa —cosa que hice—, sino en las actividades. Para promocionar el
bufete, y aprovechando la presencia de la prensa, se me ocurrió ofrecer
asesoramiento legal gratuito a quien lo necesite a cambio de que colaboren con
la ONG. Organicé los horarios para dejar cubiertos los trabajos del bufete y
que todos se pudieran pasar por el tenderete que habilité para ello en la
plaza.
El primer día fue un total éxito con una
recaudación más que aceptable. El segundo día me pasé por el estand, y aunque
estarían Pedro y Luis que tenían suficientes recursos como para salir airosos,
preferí ir a echar una mano.
Cuando llegué a la plaza reinaba un ambiente
festivo a pesar de ser un día laborable. El sol de primavera parecía resaltar
exprofeso el movimiento de los transeúntes. Tanto Pedro como Luís estaban
asesorando a sendos ciudadanos y había dos adolescentes esperando. En nuestro
stand, y al lado de Luis, estaban sentadas dos mujeres; una parecía dar
instrucciones a la otra. La más joven lucía una larga cabellera oscura que le
resbalaba por el escote, ojos grandes sin maquillar, naricilla algo respingona,
movimientos sensuales y una sonrisa entrañable. Me pregunté qué hacía allí, en
nuestro espacio, y me dirigí hacia ella al ver que la otra mujer ya se iba.
—Disculpe, me llamo David Alemany —me presenté estrechándole la mano con
seguridad; instintivamente deseaba darle buena impresión.
—Buenos días, señor Alemany, yo soy Anna
—respondió con una radiante sonrisa y devolviéndome el fuerte apretón de manos.
—Está usted el nuestro stand privado de Alemany&Valls
Asociados.
—Lo sé, disculpe, soy la mujer de Luis.
Me molestó pensar que esa hermosa mujer fuera
la pareja de Luis, y seguidamente me irritó que estuviera allí. ¡Estábamos trabajando! —me
dije —. En ese instante se acercó Luis que había terminado con un posible
cliente.
—Veo que ya ha conocido a mi mujer Anna.
—¿Cómo se le ocurrió? —le entré
directamente.
—Disculpe, ¿No comprendo? — dijo Luis
—Por muy agradable que sea usted, Anna, no
está capacitada para dar asesoramiento legal a nadie. Esto no es un juego —
expliqué a los dos—. Estamos aquí para trabajar, no para charlar amigablemente
con las esposas de nadie.
—¡Ah! entiendo — me contestó con una sonrisita que
me irritó aún más.
—¡Qué es lo que le hace gracia Luis!
—reaccioné visiblemente enfadado.
—Deje que se lo explique yo, por favor —intervino
Anna —. Se presentó una mujer pidiendo consejo legal para enfrentarse a su
marido, al parecer la pega a ella y a los sus dos hijos pequeños. Luis es un
buen abogado — siguió —, pero yo también lo soy, además de tener el doctorado
en psicología social, y coordinar el “departament de la generalitat”
para la atención a mujeres víctimas de la violencia machista. No lo dudamos, yo
podría ayudarla, en todos los sentidos, mejor que él.
Anna juntó un rápido parpadeo con una sonrisa
forzada que me secó la garganta de golpe. Tragué saliva intentando
racionalizar mi grave error, y creo que me subieron los colores como a un
adolescente.
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