Seis de enero de 2167. Ignacio
cumple cuatro añitos. Por medio de drones correo han llegado desde toda la
ciudad paquetes con regalos para el pequeño. El salón esta lleno de cajas sin
abrir. La casa parece vacía.
Hace
tan solo unas horas la alegría inundaba la vivienda y a sus tres ocupantes.
Ignacio se había levantado pronto, ansioso por descubrir qué sorpresas le
aguardaban. Sus padres habían adoptado una vieja tradición del siglo anterior,
en la que tres reyes mitológicos depositaban en las casas regalos para los
niños que habían sido buenos. La noche de reyes, tal como se la nombraba, caía
precisamente en el seis de enero, el cumpleaños de Ignacio.
La
ilusión de abrir los paquetes envueltos con papeles de colores vivos había
precipitado a Ignacio a hacerlo atropelladamente.
¡Zas!
En
un descuido, el filo de una hoja de papel dorado que envolvía un cochecito
teledirigido por la mente había cortado en un santiamén el dedo índice del
pequeño.
El
corte era profundo. Los tres componentes de la familia se miraron asustados. La
madre tomó al pequeño en brazos y lo llevó al laboratorio familiar.
Le
lavaron la herida concienzudamente, no sin antes tomar una muestra de sangre.
Analizaron la muestra y luego le pusieron una inyección a su hijo. Ahora solo
podían esperar.
Los humanos llevan más de un siglo sin
antibióticos. Los pocos que quedan viven aterrorizados, encerrados en sus casas
y solo se comunican a través de las redes.
Los
padres de Ignacio son microbiólogos y han dedicado sus vidas a sintetizar
nuevos fármacos que puedan neutralizar a las poderosas bacterias actuales. Han
trabajado duro. Saben qué su hijo puede morir por culpa de ese pequeño corte.
Los tres se han sentado muy juntos en el
sofá del salón lleno de cajas sin abrir. Ahora solo pueden esperar.
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