Mireia arrastró con determinación la maleta por los
fríos pasillos del aeropuerto de Oslo-Gardermoen con el abrigo colgando del
brazo, el bolso cruzando el pecho y su cabello oscuro recogido en una gruesa
cola. A las siete y veinte de la mañana salía un avión dirección Barcelona, su
ciudad natal, en donde no había vuelto desde que fué hacía ya doce años.
Antes
de subir al avión pensó que necesitaría un café bien cargado; miró el reloj,
faltaban cuarenta y cinco minutos para el embarque, había tiempo suficiente.
Con el café en la mano buscó sitio en el bar que estaba muy lleno. Un hombre le
permitió sentarse en su mesa junto a una joven que parecía su hija.
Mireia se propuso concentrarse en
el libro que sacó del bolso e ignorar a sus vecinos, pero le fue imposible no
oírlos.
—Trae un bocadillo de jamón, un
vegetal para ti y dos cafés con leche —le ordenó el hombre a la recatada
quinceañera —. ¡Y rapidito, que tengo hambre!
Mireia miró de soslayo aquel
hombre sentado a unos centímetros de ella: Llevaba un traje gris oscuro que
casi no podía abrochar, camisa blanca sin una arruga, boina con visera beige
cubriendo la calva, frente y nariz sebosa, manos peludas y un fuerte olor a
colonia. Todo en ese hombre la hizo temblar; se colocó el abrigo sobre los hombros
y abrazó con las manos la taza blanca que transmitía algo de calor.
Mireia usaba una fotografía
antigua como punto de libro en la que su padre la cogía de la mano. La
contempló con detenimiento como si hubiera visto algo nuevo en ella, respiró
hondo y volvió la mirada sobre las páginas del libro, sin embargo, no pudo
centrarse en la lectura. Pensaba que su padre hubiera estado orgulloso de ella,
la ascendieron en el trabajo y ha rehecho su vida al lado Aksel, un noruego de
alegres ojos azules con el que lleva un año bajo el mismo techo. Le
hubiera gustado que Aksel la acompañara al entierro, pero este viaje tenía que
hacerlo sola, no veía a su familia desde que la despidieron de la zapatería.
El vozarrón del hombre de la mesa
contigua sacó a Mireia de sus pensamientos y la hizo regresar al bar del
aeropuerto.
—¡Vaya, sí que has tardado! ¿Es
que se te han colado todas las viejas? —le chilló el hombre a la chica.
—Había mucha gente, padre
—contestó cabizbaja.
—No sabes ni hacer una simple
cola en una cafetería.
Mireia se removió en la silla y
miró a la chica a los ojos, comprendía demasiado bien como se sentía esa
adolescente. Cruzó las piernas, levantó el talón del suelo sosteniendo las
piernas con la punta del pie que tocaba al suelo y balanceó el tronco hacia
delante cobijándose bajo el abrigo y cruzando los brazos sobre su vientre; la
taza de café ya no le daba calor. La chica le devolvió la mirada con un rápido
parpadeo indeciso hasta conseguir expresar una fugaz sonrisa que Mireia
correspondió sin proponérselo.
—¡Come, termina de una vez! —dijo
el padre—. ¡Vamos a perder el avión por tu culpa! ¡Siempre estás en babia!
—No quiero ir, padre —contestó la
chica con una osadía que no parecía tener a simple vista —. ¡No quiero cuidar a
esa vieja! Lo que deseo es estudiar.
—Eso ya lo hemos hablado, tú no
sirves para estudiar y has de contribuir a la economía familiar.
—¡Eso no es cierto! —protestó—.
Siempre he traído buenas notas a casa. Y podría hacer como Carmen, que está en
biología, y los fines de semana trabaja en un bar —siguió razonando mientras se
retiraba el mechón de la cara—. No comprendo por qué no puedo hacer lo mismo
que ella.
—¡Porque lo digo yo que soy tu
padre, y punto!
Los ojos de la joven se llenaron
de lágrimas que no osaron resbalar por sus rosadas mejillas. A Mireia hacía
rato que ese desagradable hombre y la agresividad con la que trataba a su hija
le habían revuelto las tripas. Y no pudo contener que le salieran por la boca
los doce años de resentimiento.
—¡Hombre estúpido, usted no ama a su hija! ¡Si
la hace trabajar en algo que no desea, fracasará! —le grita irritada—¡Y será
culpa suya, solo culpa suya, y no de la chica!
No esperó la reacción de sus vecinos de mesa.
El hombre vociferó ofendido, pero ella ya había desconectado sus oídos. Cerró
el libro, lo guardó en el bolso, pero mantuvo la fotografía de su padre en la
mano. Sin mirar al hombre y a su hija, se levantó, se terminó de poner el
abrigo y se dirigió a la papelera más cercana. Desgarro despacio la foto en
pedacitos pequeños y los fue soltando uno a uno dentro la papelera, y luego,
con determinación, se dio la vuelta hacia la salida.
—¡No
quiero ir a tu entierro padre! —articuló, mientras subía los hombros y los
relajaba de golpe mientras dejaba salir sonoro suspiro.
Pero
se detuvo de golpe girándose otra vez hacia la puerta de embarque; pareció que
dudaba.
—¡Y que le
den a la maleta! —dijo encaminándose otra vez hacia la calle.
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