Cuando somos jóvenes no pensamos nunca en
la vejez, en cómo será. Y está bien que sea así. Mi trabajo, y su historia, han
hecho que me mire la senectud desde ángulos poco comunes.
Siendo yo
niña se acostumbraban a reciclar las casetas de las antiguas porterías en
micro-tiendas. Ambrosio tenía alquilada la del edificio de mi niñez para su
joyería. Me gustaba saludarlo al entrar y al salir, aunque él no contestara y
ni siquiera mirara. Me divertía saber que estaba ahí, detrás de los cristales,
taciturno. Cuando me independicé y me mudé de casa le perdí la pista pero la
vida, que acostumbra a sorprender, hizo que me lo encontrara en una de las
residencias para ancianos donde trabajo como médico.
Está senil. Hoy me han dicho que lleva un
buen rato ensimismado mirando su entrepierna. Mientras me acercaba a su
habitación le he oído hablar.
― ¿De dónde
ha salido esto? ― pregunta sin esperar ningún tipo de respuesta—. Parece una
quimera con sus dantescas cabezas —diserta al aire —. ¡Libradme de ese lamparón
color ocre, caballeros! ¡Es veneno! ¿A qué debe oler? —se pregunta sin
levantar la mirada de sus pantalones.
Intenta doblar su torso como el de una
bailarina para introducir la nariz ahí pero no puede, su cuerpo ya no le
obedece.
Mi madre fue
lo más parecido a un amigo que tuvo. Recuerdo que me contaba que ya de niño se
irritaba y fruncía el ceño cuando algo estaba fuera del lugar que él le había
asignado. Y con el tiempo sus cejas se han convertido en dos serranías pobladas
por erguidos juncos blancos, separadas por dos profundos valles que convergen
en un entrecejo reducido a un tupido bulto de tanto rabiar.
Refriega la
mancha con los dedos temblorosos y el movimiento circular de sus apéndices
superiores le deben evocar otro baile que ahora le resulta doloroso de
recordar, porque con casi lágrimas en los ojos pronuncia el nombre de la mujer
que lo abandonó, viviendo yo todavía sobre la joyería.
—Elena…
no te vayas, no sé cuánto tiempo hace que no ―murmura, y luego grita —: ¡Eso no
tendría que estar ahí! ―gruñe mientras vuelve a concentrar toda su atención en
volver a restregar.
Mi madre
nunca me contó lo que había pasado, pero me aleccionaba advirtiendo que me alejara
de hombres como aquel, porque son tristes y hacen infelices a los que le
rodean. Afirmaba que Ambrosio siempre se mantuvo a distancia de sus semejantes.
Le aburría conversar. Decía que nadie comprende la esencia de nada y en
cambio todos se creen las necedades que cuentan.
—La
estupidez se pega —le
decía.
Ambicionaba
ser como el oro que sus manos expertas transformaban en valioso arte. Metal que
no ansía interactuar con ningún otro. Deseaba permanecer puro, sin mezclarse
con indeseables o imbéciles y buscó para sí mismo la armonía subyacente del
metal noble con el que trabajaba.
—La belleza
del oro es reflejo de la nobleza del elemento y su equilibrio químico —sentenciaba a quien lo quería escuchar,
que eran pocos.
Pienso que
en sus momentos de lucidez le debe doler horrores verse así. Mientras advierto
que de sus resecos labios sobresale la punta de la lengua descolorida que se
muerde para facilitar la concentración en la ardua tarea que le supone
controlar sus movimientos. Cuanto más frota ansiando a que desaparezca la
deshonra, ella se va esparciendo y agrandando.
― ¡Viejo
estúpido te volviste a orinar encima! ―le grita la asistenta que acaba de
entrar en la habitación y a la que yo había alertado previamente―. ¿Cuántas veces
le he dicho que no te saques el pañal?
Sentado en
la silla de ruedas vuelve a mirar la entrepierna, y ahora sí comprende. El
caliente líquido amarillo va resbalando por la pernera del pijama. Son sus
piernas las primeras en agitarse contagiando al resto de su cuerpo, enjuto y
retorcido, un angustioso temblor. Me asusta el terror que veo en sus ojos pero
no soy capaz de apiadarme de él.
Muy bueno
ResponderEliminarMuchas gracias ☺
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