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Mostrando entradas de 2019

Habrá que entrar

Al mirar esta imagen de lejos veo un cajón de sastre lleno de pequeñas bobinas de hilos de colores. En esos pequeños cilindros, con un tapón blanco en un extremo, predomina el rojo.   Están de pie muy apretados, esperando que los alija la mano de la costurera y poder terminar sus días formando parte de un bonito bordado. Parece que estén dentro un embudo, parecido al de los bombos de la lotería de navidad. Una sola bobina será la escogida.            Cuando me acerco la fotografía se distinguen hombres vestidos con túnicas de tonos vivos y casquetes blancos en la cabeza. Hombres de una sociedad antigua aferrados a la tradición. También ellos parecen estar dentro un embudo que los succiona hacia dentro del templo. Quieren rendir culto al dios Alá. Se empujan unos a otros. Quieren ser los primeros en entrar. Serán respetados por la comunidad por haber cumplido con el precepto. Así eluden la soledad ajenos al resto del mundo.            Si me acerco todavía más la fotograf

La profesora de ballet

Desde hace unos días la chica pasa por la calle principal de Serekunda. Con zapatillas de ballet, tutú rojo, encajes naranjas y mallas negras para no dejar al descubierto las piernas. Ligera, volando impulsada por sus largos brazos. Ajena a lo que acontece a su alrededor.                     En un tramo del suelo, algo más plano, se pone de puntitas y camina erguida con los brazos abiertos, como si anduviera sobre la cuerda floja. Al rato, tropieza con una hendidura del terreno y pierde el equilibrio. Y como si una mano invisible la cogiera por el pescuezo y tirara de ella hacia el cielo, se estabiliza sin llegar a caer.           El chico, que hace días que la observa, decide seguirla a una distancia prudente. Pasan por el mercado de verduras, por delante de los carniceros y del barrio de los curtidores hasta llegar a la orilla del río, lejos de la ciudad.                      La chica no ha dejado de bailar durante el trayecto. Nadie se le ha acercado. Se detiene delante

De profesión vagabundo

Luis estaba sentado en el suelo del comedor. A sus sesenta y dos años todavía podía hacerlo con las piernas cruzadas. Tenía los codos apoyados sobre las rodillas, la espalda inclinada hacia delante y con las manos se sostenía la cabeza. Por encima de las gafas observaba las enormes cajas a rebosar de fotografías.              Resopló. No le quedaba otra que revisarlas una a una. No se veía con fuerzas para tirarlas sin más. Esas cajas contenían toda la vida de su madre.               Al rato, la bolsa destinada a la basura seguía vacía. Toda esa gente que ni siquiera conocía no dejaban de ser su acervo. Le pareció estar intentando desechar algo de sí mismo.               Mientras se preguntaba por qué su madre no las había colocado en álbumes, como todo el mundo, vio que debajo un montón de imágenes desordenadas sobresalía una foto de un gato en blanco y negro. Tiró de ella y se reconoció de crío. No recordaba qué se la hubieran hecho, pero sí el día. Una ligera presión en l

Desconectar de la vejez

Hoy Pepe ha enterrado a su amigo Roberto. Amigo con el que compartió pupitre en el colegio, un Seat 1400 beige y a Teresa.            Pepe tiene ochenta y tres años. El párkinson lo obliga a temblar y ha perdido mucha vista. Ya no se lava ni se peina todos los días. Sin embargo, le parece imprescindible salir a la calle con los zapatos relucientes. Se ha puesto la única chaqueta digna qué le queda. La chaqueta luce en la solapa cuatro manchas que se niegan a desaparecer.           Teresa murió hace doce años de un ataque al corazón. Pepe no se perdona dormir mientras ella se iba. Tampoco puede borrar la imagen de ella, inerte a su lado, al despertar por la mañana. Y ese abrazo frío, sin resistencia.             Al salir del tanatorio ha tomado la calle mayor hacia abajo sin rumbo. No tiene a donde ir. Compungido y con las manos en los bolsillos se ha topado de frente con la biblioteca municipal.  Tanto a Teresa como a Roberto les gustaba leer. Decide entrar. A excepción de

Hay muchas cosas que hacer todavía

La noche anterior había celebrado con buenos amigos la verbena de Sant Joan. Me sentía pesada y torpe. Preparé café. Incapaz de estimular otro sentido que no fuera el de la belleza, dejé que mi mente se perdiera por Instagram un buen rato. Pensé que unas bonitas fotografías reiniciarían mi cerebro. Me reí de tal argumento, pero seguí.              Detuve el carrusel de imágenes en seco en la foto que veis. Es de un escultor noruego llamado Fredtik Radumm.         Ese hombre desvalido, era yo. Suficientemente ligera para qué me arrastre un pajarillo y a la vez sin poder mover un músculo. Paralizada.            Me pregunté si dormía o estaba muerto. Tal vez, era el protagonista de una serie de fantasía que podía comunicarse con los animales. El hombre está en la playa inconsciente. El malo lo a apaleado. La marea sube con rapidez. El pájaro llama a sus congéneres con irritantes chillidos, pero están lejos. El pajarillo arrastra al hombre con dificultad hasta lograr salvarlo de

Eligiendo lectura de buena mañana.

Descorrí las cortinas de la sala. Estaba amaneciendo. El virulento rojo del cielo anunciaba viento o lluvia. Iba a ser un día inquieto. Respiré hondo.                 Me senté en el sillón orejero qué había sido de mí padre. En pijama. Coloqué recta mí espalda apoyada en el cojín rojo. Acerqué un poco la mesita del centro de la sala y puse los pies en ella. Mis rodillas se resintieron y me levanté a buscar otro cojín para colocar debajo las piernas. Respiré hondo y me senté recta.                 Me pareció oler a humedad, a musgo. No recordaba cuánto tiempo hacía que no había cambiado las flores del jarrón. Margaritas blancas que ya no eran blancas. Vida que ya no era vida. Pensé, que cuando me levantara las tiraría al cubo de los residuos orgánicos. Pero eso sería luego, ahora urgía leer.                 Leer, eso, leer. Es lo que necesitaba.  Espiré e inspiré despacio, dicen que ayuda a reducir el stress. Pero ¿qué stress, si acababa de levantarme? Sin embargo, mi corazón

Pies de piedra

Lo primero que pensé al ver sus pies fue que le debían doler y que eran feos.           Me la imaginé andando descalza por la selva en busca de madera para hacer fuego. Recoger tubérculos y raíces. Cazar pequeños animales. Corretear por suelos pisando cortezas, hojas, insectos, ramas, astillas y pellejos de animales muertos. Todo ello envuelto en una apestosa humedad que lo pudría todo junto un calor asfixiante.           El día que me crucé con ella, la vi cargando con su bebé a las espaldas. A cada hombro dos enormes sacos llenos de madera cortada a cada extremo de  un tronco, como un yugo, que había hecho pasar por detrás de su cuello como si ella fuera el eje de una balanza. Mi columna vertebral crujió al pensar en el peso que debía soportar la suya.             Ella me miró curiosa con una sonrisa que iluminó todo el oscuro sendero en que estábamos. Y señaló mis botas con la mirada. Pensé que me las iba a pedir y contuve la respiración. Ella mantuvo el equilibrio del yu

El día más frío

Tenía catorce años y era una pre-adolescente de lo más normal. Impulsiva y algo vaga. Estaba enamorada del chico más guapo de la escuela, como todas. Y tenía una amiga del alma con la que creamos un club, con otras cuatro niñas, para no sé qué finalidades. Obsesionada con los granitos y mí fino y lacio cabello. ¡Todavía ahora, recuerdo con envidia la gruesa cabellera de mi amiga! En fin, lo normal.            Eso sí, sin ninguna aptitud para los idiomas. Nunca la he tenido. Y claro, siempre cateaba el inglés. Ese año tuve que hacer el examen de recuperación en septiembre.            Al salir de la clase, donde habíamos hecho la prueba, se me dirigió la tutora de la que no recuerdo el nombre.            —Márquez, ¿cómo te ha ido el examen?  —preguntó con una sonrisa dulce nada normal en ella.             —Bien —mentí sin convicción, mirando el suelo de mármol deslucido.             —No te preocupes por eso ahora, ¿vale?  —y me acarició la mejilla —. Dirígete a la sala de