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Mostrando entradas de 2018

El vuelo

Al ver esta instantánea intento recordar lo que sentía de niña allí arriba en suspensión, volando. Con la seguridad de que mi padre no dejaría que me aplastara contra el suelo. Me gustaba contemplar su tierno rostro desde las alturas, en esa posición privilegiada. Luego sus grandes brazos actuaban contra la gravedad tirando de mí con fuerza, y yo quedaba colgada como una muñeca de trapo. Sentía felicidad, si, era felicidad.  Después, fijo mi atención en el edificio del fondo, el que está algo borroso. Esa arquitectura...Si, la foto está hecha en la India, seguro. ¿Habéis tenido la suerte de viajar a ese país? Yo sí, dos veces. Primero al norte y luego al sur.              Me sorprendió lo poblado que está. No paras de ver gente, y gente. Vayas donde vayas la ves andando en fila por la carretera con sus bultos y sus animales. Pidiendo limosna, aseándose 《 asearse...es un decir 》 en cualquier riachuelo de agua marrón, defecando en las calles, limpiando las fosas

Reencuentro

Nada anunció el giro que tomaría mi vida esa mañana en la que corriendo subí al metro para llegar al trabajo lo más rápido posible. Fue cerrarse las puertas y verlo al fondo de pie, apoyado en el asidero de metal mirando su teléfono móvil. Era el único negro del vagón. Lo reconocí al instante. El tiempo había cincelado sus huellas sin compasión, pero seguía siendo atractivo.                Los recuerdos afloraron con rapidez atropellados; los niños; el río Níger; los mercados llenos de colores; humedad; olor a trópico. Su misma seguridad recostado en la barra del vagón del metro, pero apoyado en el enorme mango del patio de la casa familiar mientras saborea despacio el dulce néctar del fruto amarillo. La alegría me invadió entera obligándome a ir hacia él, en la otra punta del coche.             El vagón no iba demasiado lleno y aminoraba la marcha. Pensé en aprovechar, estábamos llegando a la estación de Arc de Triunf. Cuando se abrieron las puertas entró un tumulto de turist

Vejez anónima

Llevaba muchos meses sin escribir en este blog. En él colgaba escritos para otro que decidió suspender su actividad por falta de tiempo de sus administradores. Me había olvidado por completo de él, hasta que he sentido la necesidad de perderme por nuevos horizontes. Así que busco en la carpeta de mi ordenador donde guardo fotografías que, por un motivo u otro, me removieron algo por dentro en su momento. Y escojo la que veis.               Miro la foto, me imagino oliéndola, tocándola. Me pierdo en los pliegues de la blusa, en los de la piel. Y percibo a una mujer hermosa. ¿Que hace que arrugas, labios secos y mirada miope sean hermosos? —me pregunto—. Y vuelvo a perderme en ella.              Su piel está tan reseca que debió de trabajar al aire libre, posiblemente en el campo. Tal vez todavía lo haga. Parece asiática. ¿Indonesia? Me la imagino doblada bajo el sol en esas interminables alfombras verdes que son los arrozales de Bali.               Me pregunto si se ha casado

Despedida

Esta semana no me sentía tranquila para escribir. No se vosotros, pero yo necesito estar serena para que fluya mi imaginación con libertad y poder escribir.           Miré el montón de fotografías que tengo guardadas a ver si surgía algo de ellas como en otras ocasiones. Pero nada.            Toda idea me parecía demasiado triste, demasiado “happy”, demasiado oscura, o peor aún estúpida. Así que este mes no os escribo nada.   Simplemente me despido. Microrrelato para @divagacinistas #relatosDespedidas El cuadro es de Saulo Silveira titulado "la despedida"

No todos tenemos una hermana

         — ¡Lánzate sin miedo, Germán! — le dijo la hermana al oído mientras le pasaba el brazo por los hombros.           — ¿Y si hay monstruos allí abajo? contestó el niño mirándola, con los ojos muy abiertos.            — No hay monstruos, hermanito — aseguró — . Las bestias malas solo habitan en tu cabeza — le dijo colocando el dedo índice en la frente del niño.            — El hermano de Ramón nos dijo, que no nos bañáramos en la charca. Que en ella vivían animales peligrosos —dijo el pequeño agarrándose a un extremo de la camiseta de su hermana.            — Solo quería asustaros. No te creas todo lo que te digan.           —¡He visto que se movía algo, ahí a tu derecha!  —gritó asustado.           —Serán peces curiosos. Que quieren saber lo hacemos aquí, y se han acercado a la superficie.           —¿Muerden?           —No.…Son tan pequeños que si te rozan solo te harán agradables cosquillas.           —Y ¿por qué no puedo verlos?           —Porque el

El viejo y muerte

—¿Por qué lloras? —preguntó la muerte —. Sabes que vendría a por ti. —No lloro por tener que acompañarte —respondió el viejo—. Estos últimos años he sufrido demasiado, y deseaba tu llegada. — Disfrutaste de una larga vida. —Sufrir no tiene porque ser normal. —Para vosotros, siempre ha sido así. Entonces, insisto, ¿por qué lloras? —Lloro porque en unos años la medicina eliminará el sufrimiento y la enfermedad, y no podré verlo. -Este microrrelato participa en la iniciativa de @hypatiacafe sobre #PVenfermedad. -El cuadro de de Joan Miró titulado “La esperanza del condenado a muerte”

Basado en hechos reales

Fue mi primera desventura; mi primer secreto. Los protagonistas: un pájaro gris, la ventana de un excusado y yo misma. Visto así no parece muy emocionante. No recuerdo mi edad, pero era muy niña. Desde entonces todo cambió a peor, pero eso es otra historia.              Estaba con mis padres y hermano pequeño desayunado en una pequeña pensión de camino a Puebla de Castro en Huesca. La intención era visitar a una hermana de mi abuelo paterno. En aquellos años las carreteras eran más bien senderos y los coches lentos y pesados como tanques. Era razonable hacer noche por el camino.           Terminado el desayuno fui al lavabo. Entré, pasé la balda y oriné. Curiosa como soy mire por la ventana que daba a un enorme patio interior rodeado de ventanas de madera, todas ellas cerradas, de lo que me pareció un almacén. Miré hacia abajo, y tres cuartas partes del patio estaba cubierto por un techo de uralita. El otro cuarto lleno de balas de paja. Sobre la techumbre y al fondo vi un paja

Dentro una fotografía

¿Cuánto llevo durmiendo? ¿Me desvanecí? Me duele el cuerpo.¿Qué es ese olor? ¡Puaf! ¿A tinta usada y a polvo? ¿O es barniz? Cuesta respirar. ¡Qué calor! Tengo sed.    El sol debe estar alto ya. ¿Cuánto tiempo debo llevar aquí dentro? Era de noche. Recuerdo haberme subido sobre ese papel hasta el hilo de luz. Allí arriba. Hojas y hojas repletas de símbolos. Pero no llegué a ver nada subido en ellas.       ¿Qué es ese ruido? ¡Pasos! ¿Qué posibilidades tengo? ¿cómo saberlo? He de intentarlo.        — ¡Hola! ¡Ey! ¡Estoy aquí! ¡Aquí! No me oye. No me ve ¡Crash! ¡Ay! Me he hecho daño. No recordaba que aquí dentro no puedo saltar. Que dura es la madera ¡Maldita sea! ¡Qué dolor!   Pasos otra vez... se aproxima. Luz. ¡Por fin!        — ¡Ey! ¡Estoy aquí! ¡Abre! Por favor. ¡Pof! ¿Pero qué es esto? Que han echado aquí dentro. ¡Ah, ya se! Lo he visto en las cocinas. Eso es pan mojado en leche. ¡Pan! Pero ¿por qué pan? ¡Eh, vuelve! Está regresando sobre sus

¡Que le den!

Mireia arrastró con determinación la maleta por los fríos pasillos del aeropuerto de Oslo-Gardermoen con el abrigo colgando del brazo, el bolso cruzando el pecho y su cabello oscuro recogido en una gruesa cola. A las siete y veinte de la mañana salía un avión dirección Barcelona, su ciudad natal, en donde no había vuelto desde que fué hacía ya doce años.         Antes de subir al avión pensó que necesitaría un café bien cargado; miró el reloj, faltaban cuarenta y cinco minutos para el embarque, había tiempo suficiente. Con el café en la mano buscó sitio en el bar que estaba muy lleno. Un hombre le permitió sentarse en su mesa junto a una joven que parecía su hija. Mireia se propuso concentrarse en el libro que sacó del bolso e ignorar a sus vecinos, pero le fue imposible no oírlos. —Trae un bocadillo de jamón, un vegetal para ti y dos cafés con leche —le ordenó el hombre a la recatada quinceañera —. ¡Y rapidito, que tengo hambre! Mireia miró de soslayo aquel hombre sentad

Silencio en blanco

Está de pie, delante la ventana de la habitación blanca hipnotizada por la lluvia. Una taza de café caliente en la mano derecha, y con la izquierda sostiene la cortina de lino. Da un pequeño sorbo de café; quema.       En una estantería de pino blanco llena de libros hay un reloj de sobremesa antiguo pintado de blanco. Contrarresta la hora con la de su teléfono móvil. Luego s e sienta delante del ordenador que hay sobre la mesa también de pino blanco, debajo la estantería. Deja la taza cerca del ratón. El olor a café es intenso. Teclea.        Un temblor la obliga a taparse con el poncho de cuadros, que a veces también usa de manta. Sostiene la taza caliente con las dos manos y cierra los ojos. Los abre, se mira el reloj blanco, y luego el teléfono móvil que ha colocado junto al teclado, a su izquierda. Cerca, un retrato suyo en donde sonríe feliz dentro de un marco blanco. Vuelve a cerrar los ojos y traga con dolor frunciendo las cejas.        Deja de teclear. Se abandona

Sesgos

Todos guardamos en la memoria episodios en los que cometimos errores que nos gustaría olvidar, pero son esos desaciertos los que nos ayudan a comprender nuestras propias motivaciones y acciones.     Me llamo David Alemany soy abogado y administro el pequeño bufete Alemany&Asociados, tengo cincuenta y nueve años, buena salud, un matrimonio estable, dos preciosas hijas y un nieto de dos años.       Un par de meses atrás ampliamos la plantilla en previsión a la jubilación de uno de los socios. Luis un joven con un currículum espectacular, y con una buena capacidad de negociación, nos pareció una buena apuesta. Todos estaban encantados de trabajar con él y algunos clientes ya exigían que los atendiera, pero yo no había tenido ocasión de intimar con él.      En el colegio de mi nieto organizaron dos eventos en la plaza del ayuntamiento para recoger fondos destinados a una ONG en Gambia dedicada a escolarizar a las niñas. Pidieron a las familias que participaran libremente c

Los hermanos

Seguía arrodillada, sentada sobre los talones y sin poder moverse. Delante, en el suelo, estaba la caja amarilla abierta, aquella de los ositos de colores que les regaló la abuela hacía casi medio siglo, una para cada uno. Estiró el brazo derecho para alejar los papeles y poder volver a leerlos, con las gafas en la punta de la nariz y la boca entreabierta.       Hacía ya tres meses de la muerte de su padre y tenían que vaciar el piso. Solo les quedaba hacer un repaso a las cajas del trastero por si encontraban algo que valiera la pena conservar, aunque lo dudaran.       El dolor muscular en las piernas se impuso y la obligó a levantarse. Fue hacia la cocina y se sentó en la única silla que quedaba. Miró a su hermano en el que nunca se veía reflejada a pesar de heredar los mismos revueltos cabellos rubios, los mismos ojos avellanados, la nariz aguileña y una total falta gracia en el porte.       —Juan, ¿has visto esto? —le pregunto acercándole la libreta de ahorros de la a

La nobleza del metal

Cuando somos jóvenes no pensamos nunca en la vejez, en cómo será. Y está bien que sea así. Mi trabajo, y su historia, han hecho que me mire la senectud desde ángulos poco comunes.      Siendo yo niña se acostumbraban a reciclar las casetas de las antiguas porterías en micro-tiendas. Ambrosio tenía alquilada la del edificio de mi niñez para su joyería. Me gustaba saludarlo al entrar y al salir, aunque él no contestara y ni siquiera mirara. Me divertía saber que estaba ahí, detrás de los cristales, taciturno. Cuando me independicé y me mudé de casa le perdí la pista pero la vida, que acostumbra a sorprender, hizo que me lo encontrara en una de las residencias para ancianos donde trabajo como médico. Está senil. Hoy me han dicho que lleva un buen rato ensimismado mirando su entrepierna. Mientras me acercaba a su habitación le he oído hablar.      ― ¿De dónde ha salido esto? ― pregunta sin esperar ningún tipo de respuesta—. Parece una quimera con sus dantescas cabezas —diser