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Mostrando entradas de 2020

Al alba todo el pueblo olía a petricor

  Las tres niñas bajan alegres por la pendiente que las lleva al rio Nieri Ko, afluente del caudaloso Gambia, que da nombre al país vecino, tienen un buen motivo para estar contentas.       Koudi es una diminuta aldea senegalesa con una hermosa mosquée en donde se toman todas las decisiones que conciernen a sus habitantes. La mosquée está rodeada por varios recintos familiares protegidos por murallas de adobe rojizo. Desde ella surge el camino hacia el rio.        A medida que las niñas se acercan a la orilla la escasa vegetación se torna verde esmeralda.       —Mi abuela asegura que ella no va a beber de esa agua —dice la más joven con guelé azul que sostiene en la cabeza un cubo lleno de botellas de plástico vacías —, así que yo tendré que seguir bajando. ¡Y subiendo!       —El otro día oí discutir a mí madre con tu abuela sobre el tema—dice la chica del paño africano naranja, mientras se recoloca sobre la cabeza el barreño de rayas amarillas y negras lleno de ropa sucia—. L

¡Cierra el pico!

  Ajani y su hermano pequeño Buki habían conseguido que giraran las cuatro ruedas del vistoso camión que ellos mismos habían fabricado con latas vacías. Ajani sujetaba al juguete un palo para que su hermano lo pudiera arrastrar por la tierra rojiza, cuando oyeron parar un coche y luego abrirse la puerta metálica del recinto familiar.      En ese instante, la casa estaba llena de mujeres y Ajani se creyó en la obligación, como representante masculino de mayor edad, de recibir a las visitas.       Buki se quedó jugando con el camión en el patio. Se oían voces distendidas charlando a la sombra del majestuoso baobab de la entrada. Al rato, quiso enseñar su espectacular camión a los de la casa y al dar la vuelta a la estancia que hace de almacén, vio a su hermano mayor agazapado protegido detrás de la pared.       —¡Shsss! —dijo Ajani sellando sus labios con el índice y obligando a su hermano menor a agacharse.        —¿Qué ocurre? —quiso saber Buki.        —No hagas ruido.     

Colores

Me gusta escribir rodeada de gente, acunada por el murmullo de voces desconocidas. Acostumbro a sentarme en un rincón del bar elegido y ese día le tocó a  un establecimiento regentado por una pareja de hípsters. Escogí una mesa al lado de un ventanal que llegaba hasta el suelo, desde donde podría disfrutar de un hermoso panorama del paseo marítimo.       Pedí un café y saqué el portátil de la mochila. Mientras se abría el ordenador me inundó la agradable certeza de estar donde y cuando debía de estar. Suspiré. Me distrajo el movimiento de la gente paseando por la avenida y fue entonces cuando lo vi acercarse.       Era un joven en la treintena que llevaba sombrero de paja. Vestía pantalones blancos y camiseta roja sin planchar, pero aun así con estilo. Debía ser de buena familia, pensé. Debajo un brazo sostenía una gran carpeta atada con cordel. La otra mano agarraba un caballete que colgaba del hombro.       Sin importarle qué yo estuviera allí se fue a colocar enfrente mí, al otr

Correr en cículos siete veces siete.

  Akin despertó de una larga pesadilla sin saber dónde estaba ni lo que había sucedido. No pudo despegar los párpados hinchados y le desconcertaba el intenso trajín de su alrededor; murmullos, lamentos, pasos, ruidos que no sabía identificar. Tumbado boca arriba no sentía su cuerpo como suyo. Olía a orina y a sangre; opresión en el abdomen y en el rostro. Cerca había alguien porque escuchó un gemido hueco. Intentó darse la vuelta para socorrer a la persona que lo había emitido,  pero un dolor atroz le oprimió el costado cortándole la respiración.            —No te muevas, Akin —dijo una voz que reconoció como la de uno de sus tíos —. Algo te han roto por dentro. Toma mi pan y agua, yo no los necesito.           El chico, percibió la mano del anciano tomando la suya y acercarle el pan y la vasija.            —¿Que ha pasado?           —Descansa ya lo recordaras, ahora solo has de pensar en reponerte.             Como si hubieran accionado un resorte en su interior, Akin emp

Placeres

Este mes, cuando en Divagacionistas propusieron hablar sobre placeres, hice lo de siempre, buscar en internet una fotografía de la que extraer una historia.  Estaba convencida de que la pantalla del ordenador se llenaría de cuerpos hermosos practicando sexo. Porque, ¿qué mejor placer que el sexo? Me propuse escribir algo suficiente fuerte como para escandalizar a las hordas de conservadores que están saliendo como setas.          Como sabréis, lo primero que acostumbra a mostrarte Google es la definición de la palabra que has escrito en el buscador. Me sorprendió leer las definiciones. La primera decía: “Banco de arena o piedra en el fondo del mar, llano y de bastante extensión” La segunda, “Arenal en el que puede encontrarse oro u otro metal precioso”.          Entonces afloraron con fuerza recuerdos de mi niñez que aplacaron el empuje con el que estaba dispuesta a escribir el relato erótico.           De niña veraneábamos en Castelldefels, cerca de Barcelona. Nos metíamos seis

El niño sin nombre

El niño sin nombre reconoce de lejos el rugir de los motores. El ruido es cada vez más y más fuerte. Se acercan.         El niño sin nombre sentado en cuclillas se hace un ovillo en un rincón de la estancia. La habitación ha sido todo su mundo durante meses y lo que queda de las paredes el límite.         El niño sin nombre se concentra en hacerse pequeño, muy pequeño, hasta convertirse en invisible, tal como le explicó su madre qué debía hacer. La echa en falta, a la madre. Salió a buscar algo para poder comer y no ha vuelto todavía.        El niño sin nombre desea salir corriendo a buscar a la madre. Pero, obedece. Mejor quedarse en su esquina, encogerse y no ser visto para que nada, ni nadie, pueda hacerle daño.         El niño sin nombre sabe que después de los aviones llegará el silbido que atravesará sus tímpanos, para luego bajar por su cuello, pasar por el estómago y estallar en su joven corazón. Músculo que de un salto  querrá salir   por la garganta y gri

Ayana

Llevaba tres días en Ngaparou en la casa familiar de mi amiga Kande y todavía no me había acercado al inhóspito mar Atlántico.          En esos pocos días, había recopilado mucho material paseando por mercados y callejuelas. Había captado imágenes de niños, ancianas, animales, puestos de fruta y de especias, patios familiares, y hasta secaderos de pescado con lo mal que huelen. Me gano la vida con ellas, con las fotografías.           Ese día, por fin quise ir hasta la playa.         —Llévate a Ayana —dijo mi amiga—, no deja de preguntar qué es lo que fotografías.        Ayana es la sobrina preferida de Kande, hija de su hermano pequeño. Es una niña vivaracha y de ojos grandes, sin embargo, dicen que es rara. No le gustan los niños de su edad, prefiere estar rodeada de adultos.          No me pareció buena idea que viniera conmigo, la verdad. No sé muy bien cómo comportarme con los críos. Pero luego pensé qué podría hacerle una buena sesión de fotos. Es una criatura prec