A Rosa le gustaba observar la ciudad y a sus atareados ciudadanos desde la
ventana del autobús. Cada mañana subía ligera al transporte y saludaba al
conductor que acostumbraba a ser Fernando, un blanco enjuto cuyas largas
piernas no cabían entre el volante, tan grande como una rueda de camión, y los
ruidosos pedales obligándolo a tomar posturas imposibles para poder
conducir.
Fernando no le devolvía el
saludo, ni tan siquiera se la miraba. Rosa en lugar de sentirse ofendida se
reía en silencio del esperpéntico personaje mientras se dirigía al final del
autobús.
—Siempre siéntate al fondo—le
decía su madre cuando era una cría.
—¿Por qué no puedo sentarme
delante, junto al conductor? —protestaba —. Me gusta mirar por el cristal delantero.
—Porque es tradición, siempre ha
sido la norma y punto.
Rosa sabía el motivo real, pero
le gustaba hacer rabiar a su madre.
—Respeta siempre todas las
tradiciones si no quieres tener problemas. ¿Me has oído? —acababa siempre gritando
su madre.
A medida que Rosa crecía se
atrevía a contradecir a su madre con más ahínco.
—Hija mía, las normas están para
cumplirlas. Si no se cumplen traen el desorden y con él el caos. Y eso nunca ha
sido bueno para nosotros, créeme—decía la madre, siempre algo asustada,
zanjando así la discusión.
El primero de diciembre de 1955,
Rosa decidió romper con la norma que se había hecho tradición y se sentó
delante del autobús al lado de Fernando. El hombre la miró de reojo, pero no
dijo nada como era su costumbre.
Rosa pudo disfrutar de la vista
un buen rato hasta qué llegaron a la siguiente parada donde se subió un hombre.
Camisa blanca almidonada, traje gris, corbata oscura y zapatos
relucientes.
Nada más ver a Rosa en el asiento
delantero se la miró con desprecio:
—¡Levanta!, este no es tu sitio,
vete al fondo.
El hombre le escupió las palabras
tan cerca del rostro que, Rosa, pudo oler a tabaco y a pegajosa
brillantina.
Rosa no se movió sin pronunciar
palabra.
—¡Qué te levantes he dicho!
Ella seguía mirando por el
cristal delantero impasible.
—¡Voy a llamar a la policía!
No le quedó más remedio a Rosa que decir algo en su defensa.
—Buenos días, señor —saludó —. Disculpe,
pero veo que no está impedido y ya qué somos los únicos pasajeros tiene todo el
autobús para usted, por lo que no hay motivo para qué le ceda mí sitio —le argumentó Rosa.
El se enfureció de tal forma que
obligó a parar el autobús a Fernando y avisar a una pareja de policías qué
hacían su ronda. Mientras, no dejaba de insultar a Rosa con palabras cargadas
de violencia y desprecio.
Al instante subió al autobús uno
de policías, afroamericano como Rosa e hizo bajar al hombre.
—Señorita, ya conoce la ley. Así que,
si no quiere tener problemas, levántese y siéntese al fondo del vehículo, por
favor.
—No quiero hacerlo. No me
importan los problemas. Es una ley injusta y usted lo sabe —contestó Rosa con
la mirada puesta en la del policía.
El policía se colocó de espaldas
a la calle y le sonrió.
—¿Estás segura de que quieres
hacerlo?
—¡Si!
—Ok, tal vez ha llegado el
momento. Date la vuelta, que vean como te coloco las esposas y te detengo. Que
crean que han ganado.
Este pequeño cuento es una fantasía en homenaje a Rosa Parks y participa en
la iniciativa de @divagacionistas con el tema #relatosTradición.
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