La noche anterior estuve haciendo el equipaje para volver a Barcelona. He hecho muchas maletas en mí vida, por lo cual he ideado un método relativamente eficaz. Aún así, me resulta una actividad desagradable.
Salgo de la ducha del sencillo y limpio hotel de Abidjan y cierro la maleta. En la recepción del hotel pago la habitación y solicito un taxi qué me lleve al aeropuerto.
Llegando al aeropuerto caigo en la cuenta qué se han quedado sobre la mesita de noche los carretes de diapositivas kodak. Se apodera de mí la angustia. ¡No puedo quedarme sin fotografías! ¡Hay qué volver!
—Messier, ¿cuánto podemos tardar en ir y volver otra vez al hotel? —le pregunto al chofer con mí precario francés.
—Un poco —contesta.
—¿Cuento es un poco? —insisto.
He olvidado, craso error, qué estoy en África occidental y aquí, conscientes de los imprevistos qué pueden surgir en cualquier ruta, incluida la propia vida, no miden el tiempo como los occidentales.
—Poco es poco, madame— repite encogiéndose de hombros.
Decido arriesgarme a regresar al hotel.
Mientras dábamos la vuelta, llamo al hotel para que localicen los carretes de diapositivas.
No encontramos caravanas y pudimos llegar al hotel con cierta rapidez. En recepción tenían preparada la bolsa con los carretes, los coloqué dentro el equipaje, les di la propina qué llevaba preparada y me subí al taxi otra vez.
—Volvamos al aeropuerto, ¡rápido! —ordené.
—Ok, madame.
Ya os podéis imaginar lo qué sufrí durante todo el camino de vuelta. No dejaba de mirar el reloj, miraba obsesiva la rapidez con que salta el segundero cuando lo que quieres es que se detenga.
Empecé a imaginar lo qué tendría qué hacer si perdía el vuelo. Estaba sola en este viaje. Cuantos más planes hacía más me agobiaba.
Pero todo llega. Y llegamos al aeropuerto, le di de más al taxista para no tener qué esperar el cambio y corrí arrastrando la maleta cuyas ruedas hacían un ruido infernal al friccionar con el suelo mal colocado.
Lo siguiente fue una locura.
—Excusez-moi, mon vol part maintenant —repetía una y otra vez mientras daba codazos, pisaba bultos, pies e ignoraba los insultos y gritos qué me propinaban, con toda la razón, pero no podía perder el avión.
Un policía se aproximó y me pidió ver el billete, lo revisó con toda la calma del mundo, actitud qué hizo saltar todas mis alarmas. Y cuando estaba a punto de chillar el hombre me hizo una señal y me ayudó a pasar el control policial y me acompañó a embarcar. Le di las gracias y subí al avión.
Una vez sentada en mí lugar observé por la ventanilla cómo subían al avión mí equipaje. Respiré aliviada mientras contemplaba el paisaje rojo del anciano continente.
Dormí durante todo el trayecto hasta llegar a París donde hicimos escala. Me di la vuelta y seguí durmiendo hasta Barcelona.
Estuve esperando qué saliera la maleta por la cinta transportadora hasta qué solo quedó una bolsa de deporte abandonada dando vueltas y yo.
Puse la reclamación en el mostrador correspondiente donde me dijeron que habían desembarcado mí equipaje en París por error. Cuando lo encontraran lo enviarían a casa. Pero nunca llegó. Perdí el maldito equipaje y ese trocito de mí vida contado en imágenes.
Este microrrelato participa en la iniciativa de @divagacionistas con el tema #relatosEquipaje
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