Soy vegetariana desde
que tengo uso de razón. Y aunque he de reconocer que siempre he echado de menos
el sabor de la carne, nunca pensé que me encontraría sentada delante de este
plato lleno de salchichas, jamón y beicon sin ningún tipo de cargo de conciencia.
Os cuento.
El mes anterior me presentaron a Bruma con la que tuve una larga conversación. Bruma era una cerda modificada genéticamente para poder hablar, entre otras cosas.
—He
deseado toda mí vida acabar en una mesa —me dijo mirándome sin vacilar.
Me
sorprendió lo bien que olía. Su pelaje era suave y brillaba a la luz de la
lámpara.
—Pero,
no comprendo.
—Mi
mayor deseo es qué me coman. He sido programada genéticamente para ello. Me
sentiría frustrada si no fuera así.
—¿No
te da miedo? —quise saber.
—¿No
te da miedo a tí no saber cómo y dónde va a ser tu final? —rebatió junto a lo
qué me pareció una sonrisa y siguió—. Al menos yo lo sé. Anhelo esperanzada el
día que me llevarán al confortable y humano matadero.
No
tenía argumentos y no solo eso sino que me fui convenciendo de qué sería
irrespetuoso por mí parte si no me la comía.
Así que aquí estoy delante de este plato sin poder evitar un amago de náuseas. Me pregunto si es un acto reflejo provocado por mí vida vegetariana o es una reacción física a un estado anímico que no sé reconocer.
Me sobrepongo, tomo el cuchillo y el tenedor, mientras me repito una y otra vez que ese era su deseo.
Con este microrrelato participo
en la iniciativa de @divagacionistas para el tema #RelatosCarne
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