Yo tenía trece años y ella era la oruga más bonita que había visto nunca.
Jade, qué así la llamé, tenía una sorpresa guardada.
Jade era un poco más gruesa que
un rigatoni, de un color verde intenso, recubierta toda ella de
apéndices en forma de ramos de púas negras que la ayudaban a desplazarse. En la
cabeza había cuatro ramos de púas rojos y de frente dos minúsculos ojos negros
sin parpados.
No podía dejar de mirarla a
través del cristal del pote de aceitunas que habilité como vivienda. Hice
agujeros en la tapa de aluminio para que pudiera respirar e introduje una
ramita del árbol donde la encontré para que pudiera asirse. Le llevaba hojas
con las que alimentarse que ella iba devorando sin prisa. No tenía nada más qué
hacer, pensé, que comer y acumular suficiente energía para transformarse en la
hermosa mariposa que con tantas ansias deseaba conocer.
Transcurrieron los días hasta que de
pronto dejó de comer. De un extremo de su cuerpo fue expulsando hilo como el de
las telarañas y ayudándose de los apéndices se cubrió toda ella como si fuera
una momia.
Por las mañanas, antes de salir hacia
el colegio, pegaba la nariz al cristal y me preguntaba si, hoy, sería el gran
día.
Un día de madrugada, todavía oscuro, oí
un cric crac que venía del pote. Lo tomé y lo coloqué en el alféizar de la
ventana para ver qué ocurría. El saco de hilo se contorsionaba y se podía
distinguir qué la mariposa intentaba romper el envoltorio y salir de su
prisión.
Mientras desayunaba me preguntaba
ilusionada cómo sería. ¿De qué brillantes y llamativos colores vestiría? Ya no
podría llamarse Jade, ¿qué nombre le pondría? ¿Comería el mismo tipo de
hojas?
Al regresar a mí habitación comprobé
con sorpresa que Jade se había convertido en un monstruo. Un monstruo negro y
arrugado. Con enormes antenas en forma de peines y con las alas recogidas y
húmedas.
Me fui a la escuela con la
esperanza de que solo fuera una fase de la metamorfosis y al regresar encontrar
la hermosa mariposa con la que había soñado. No pude dejar de pensar en ello
durante todo el día. Sin embargo, Jade siguió creciendo hasta no caber en el
tarro. No podía abrir las alas que rozaban el cristal de su prisión y lo peor
del todo es qué seguía teniendo un desagradable color negro. Había que
soltarla, aunque fuera horrible estaba sufriendo encogida en su celda de
cristal.
Y así lo hice, no sin antes
descubrir otro tipo de belleza al averiguar qué se trataba de una polilla. Una
polilla moteada que había evolucionado a negra durante la revolución industrial
para camuflarse mejor entre los árboles ennegrecidos por el hollín.
Este relato participa en @divagacionistas con el tema #relatosSorpresa.
Para más información sobre la evolución de la polilla moteada.
Comentarios
Publicar un comentario