Las tres niñas bajan alegres por la pendiente que las lleva al rio Nieri Ko,
afluente del caudaloso Gambia, que da nombre al país vecino, tienen un buen
motivo para estar contentas.
Koudi es una diminuta aldea senegalesa
con una hermosa mosquée en donde se toman todas las decisiones que
conciernen a sus habitantes. La mosquée está rodeada por varios recintos
familiares protegidos por murallas de adobe rojizo. Desde ella surge el camino
hacia el rio.
A medida que las niñas se acercan a la
orilla la escasa vegetación se torna verde esmeralda.
—Mi abuela asegura que ella no va a
beber de esa agua —dice la más joven con guelé azul que sostiene en la
cabeza un cubo lleno de botellas de plástico vacías —, así que yo tendré que
seguir bajando. ¡Y subiendo!
—El otro día oí discutir a mí madre con
tu abuela sobre el tema—dice la chica del paño africano naranja, mientras se
recoloca sobre la cabeza el barreño de rayas amarillas y negras lleno de ropa
sucia—. Le decía que hiciera un esfuerzo en recordar lo duro que era de joven
subir con el balde de arcilla lleno sobre la cabeza.
—Cierto, cuando estos cubos de plástico
a rayas tan feos llegaron —interrumpe la del guelé rojo que lleva dos
grandes bidones amarillos —, fue toda una liberación para nosotras. ¡No quiero
ni imaginar lo que debían pesar los barreños de arcilla!
—Mi madre le insistió en que por aquel
entonces también algunas ancianas aseguraban que el plástico no podía ser
bueno, sin embargo, tu abuela, fue de las primeras en conseguir uno.
—¿Y qué dijo la abuela?
— Por lo que pude oír, solo repetía que
ella nunca bebería de allí. Siempre había bebido agua del rio y seguiría
haciendo. Punto.
Las tres chicas se afanaron en lavar la
ropa, llenar los bidones y las botellas de agua y comenzaron la subida de
regreso. Dejaron todos bártulos en el patio de la vivienda familiar a las
afueras del pueblo y se dirigieron a la plaza de la mosquée.
De lejos, se oía algarabía y el
retumbar de los dgembes. Se apresuraron. Al llegar, el jefe del pueblo
fue a su encuentro y les dijo que ya habían hablado los venerables ancianos,
que les tocaba a ellas.
Se abrieron paso por entre
las gentes hasta llegar al centro de la gran melé de vivos colores. Un vecino
sostenía la palanca de la bomba de agua, esperó que las muchachas se colocaran
delante del caño y manchó repetidamente.
El agua brotó del surtidor con fuerza salpicando a
las chicas. Ellas recibieron el preciado líquido con súbita alegría. Excitadas
empezaron a mojarse unas a otras contagiando a todos los presentes que
emprendieron una ruidosa y húmeda batalla, en donde la munición era agua.
Los bailes duraron toda la noche. Al alba todo el pueblo olía a petricor y a vida.
Esta entrada participa en la iniciativa de @divagacionistas con el tema
#relatosBrotes
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