Me gusta escribir rodeada de gente, acunada por el murmullo de voces desconocidas. Acostumbro a sentarme en un rincón del bar elegido y ese día le tocó a un establecimiento regentado por una pareja de hípsters. Escogí una mesa al lado de un ventanal que llegaba hasta el suelo, desde donde podría disfrutar de un hermoso panorama del paseo marítimo.
Pedí un café y saqué el portátil de la
mochila. Mientras se abría el ordenador me inundó la agradable certeza de estar
donde y cuando debía de estar. Suspiré. Me distrajo el movimiento de la gente
paseando por la avenida y fue entonces cuando lo vi acercarse.
Era un joven en la treintena que llevaba sombrero de paja. Vestía pantalones blancos y camiseta roja sin planchar, pero aun
así con estilo. Debía ser de buena familia, pensé. Debajo un brazo sostenía una
gran carpeta atada con cordel. La otra mano agarraba un caballete que colgaba
del hombro.
Sin importarle qué yo estuviera allí se
fue a colocar enfrente mí, al otro lado del cristal. Me molestó esa intrusión
en mí espacio; apreté las mandíbulas. Pero me apresuré a pensar qué a
contraluz, tal vez, no podía verme.
Como si estuviera solo en el mundo, abrió
el caballete y colocó en él el cartapacio. De golpe, como si hubiera oído mis
pensamientos, se giró hacia mí y clavó sus ojos azules en los míos. Los parpados
muy abiertos le proporcionaban una mirada intensa que atravesaba la materia. Me
estremecí.
Luego volvió a lo suyo. Sacó unos lienzos
de la carpeta y los fijó al caballete con grandes pinzas. Separó una de las
pinturas y la colocó encima de las demás. Representaba un paisaje, pero no un
paisaje cualquiera. Había arboles de intenso rojo y otros azules; las rocas
eran verdes y el rio espumoso iba cargado de agua naranja. Nada era como debía
ser, sin embargo, todo era reconocible. Me sorprendí de mí misma, al encontrar
un rincón en casa donde le quedaría bien.
Él se sentó a mis pies, me pareció
percibir el calor de su cuerpo a través del vidrio. Parecía tranquilo, pero de
vez en cuando volvía de sopetón la mirada hacia su derecha asustado, luego a su
izquierda. Y así, repetidas veces.
Al rato se le acerraron dos
tipos trajeados qué le hablaron. Él, sin levantarse, negaba con la cabeza, una
y otra vez, con determinación. Cuanto más insistían los hombres, más se
irritaba él.
Con agilidad imprevista uno de los hombres se
agachó y le inyectó alguna sustancia que lo convirtió de golpe en un ser
sumiso. Me sobresalté. A punto estuve de salir corriendo para avisar de lo ocurrido,
¿pero a quién? ¿con que excusa?
Se lo llevaron todo. Yo me quedé temblando, tan vacía como el espacio a mis pies que había al otro lado del cristal.
Con esta entrada participo en @divagacionistas
con el tema #relatosLocura
El cuadro es de Vincent Van Gogh
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