Este mes, cuando en
Divagacionistas propusieron hablar sobre placeres, hice lo de siempre, buscar
en internet una fotografía de la que extraer una historia. Estaba
convencida de que la pantalla del ordenador se llenaría de cuerpos hermosos
practicando sexo. Porque, ¿qué mejor placer que el sexo? Me propuse escribir
algo suficiente fuerte como para escandalizar a las hordas de conservadores que
están saliendo como setas.
Como
sabréis, lo primero que acostumbra a mostrarte Google es la definición de la
palabra que has escrito en el buscador. Me sorprendió leer las definiciones. La
primera decía: “Banco de arena o piedra en el fondo del mar, llano y de
bastante extensión” La segunda, “Arenal en el que puede encontrarse oro u otro
metal precioso”.
Entonces
afloraron con fuerza recuerdos de mi niñez que aplacaron el empuje con el que
estaba dispuesta a escribir el relato erótico.
De
niña veraneábamos en Castelldefels, cerca de Barcelona. Nos metíamos seis
personas en un apartamento de las dimensiones de una caja de zapatos. En realidad, solo nos
juntábamos todos para comer y dormir, el resto del día lo pasamos en la playa, cada uno a lo suyo.
De
buena mañana tomaba el rastrillo y me iba al mar a buscar tellinas. Me
adentraba hasta el banco de arena, <que nombraré con el palabro que he
aprendido, placer>, y clavaba con fuerza las púas del rastrillo en la arena
con la bolsa de malla de algodón bien atada. Después, caminaba un buen rato
arrastrándolo, para luego levantar la bolsa y hacer aflorar a la superficie el
preciado tesoro bivalvo.
No
me resultaba fácil aupar el rastrillo con la red, pues se había llenado de
arena que se escurría entre los agujeros de la malla enturbiando el agua
de mí alrededor. Una vez limpio el rastrillo contaba las tellinas que habían
quedado atrapadas y que llevaría a casa. Las guardaba en una bolsa de plástico que
había atado en mi bañador y me comía un par de ellas allí mismo, mientras
esquivaba las olas. Sabían y olían a mar.
Me
pasaba tantas horas dentro del agua que terminaba cogiendo frío. Entonces,
volvía a la orilla temblando y arrugada como una pasa, me echaba sobre la arena
caliente y me rebozaba en ella como una croqueta. El placer que sentía me
es difícil de describir, allí echada boca arriba con los ojos cerrados dejándome
acariciar por el Sol. El contraste del frío de mi cuerpo, con la arena caliente, me
agitaba de una forma que todavía me era extraña.
Este relato participa en la iniciativa de @divagacionistas de mayo con el tema #relatosPlaceres
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