El niño sin nombre reconoce de lejos el rugir de los motores. El ruido es
cada vez más y más fuerte. Se acercan.
El niño sin nombre sentado en
cuclillas se hace un ovillo en un rincón de la estancia. La habitación ha sido todo
su mundo durante meses y lo que queda de las paredes el límite.
El niño sin nombre se concentra en
hacerse pequeño, muy pequeño, hasta convertirse en invisible, tal como le
explicó su madre qué debía hacer. La echa en falta, a la
madre. Salió a buscar algo para poder comer y no ha vuelto todavía.
El niño sin nombre desea salir
corriendo a buscar a la madre. Pero, obedece. Mejor quedarse en su esquina,
encogerse y no ser visto para que nada, ni nadie, pueda hacerle daño.
El niño sin nombre sabe que
después de los aviones llegará el silbido que atravesará sus tímpanos, para luego bajar por su cuello, pasar por el estómago y estallar en su joven corazón. Músculo que de un salto querrá salir por la garganta y gritar. Pero, no puede chillar, nada
debe salir de los límites.
Ya está aquí el
zumbido destructor. El niño sin nombre tiembla, suda. Fija la
mirada a fuera, a través de un boquete en la pared-límite. Sus pupilas inspeccionan
indecisas, de derecha a izquierda, intentando adivinar donde caerá la bola de fuego esta vez.
El
edificio de enfrente revienta entero. Expulsa, como lo haría un volcán, fuego,
piedras y polvo. Otro zumbido se oye
más cerca. El niño sin nombre se tapa los oídos, cierra los ojos e introduce su
pequeño rostro entre sus piernas palo. Se retuerce más sobre sí mismo para
desaparecer, pero grita.
Luego, solo silencio.
Este #relatosLímites participa en la iniciativa para @divagacionistas.
El autor de la fotografía es @rikisant_bw
El autor de la fotografía es @rikisant_bw
Comentarios
Publicar un comentario