Descorrí las cortinas de la sala. Estaba amaneciendo. El virulento rojo del
cielo anunciaba viento o lluvia. Iba a ser un día inquieto. Respiré hondo.
Me
senté en el sillón orejero qué había sido de mí padre. En pijama. Coloqué recta
mí espalda apoyada en el cojín rojo. Acerqué un poco la mesita del centro de la
sala y puse los pies en ella. Mis rodillas se resintieron y me levanté a buscar
otro cojín para colocar debajo las piernas. Respiré hondo y me senté recta.
Me
pareció oler a humedad, a musgo. No recordaba cuánto tiempo hacía que no había
cambiado las flores del jarrón. Margaritas blancas que ya no eran blancas. Vida
que ya no era vida. Pensé, que cuando me levantara las tiraría al cubo de los
residuos orgánicos. Pero eso sería luego, ahora urgía leer.
Leer,
eso, leer. Es lo que necesitaba. Espiré e inspiré despacio, dicen que
ayuda a reducir el stress. Pero ¿qué stress, si acababa de levantarme? Sin
embargo, mi corazón siguió bombeando con fuerza la sangre por mí carótida,
deseosa por salir, urgente, de mí garganta. Respiré hondo y alisé mi pijama.
Miré la montaña de libros sobre la mesa auxiliar de mí lado. Cogí uno y empecé
a leer.
Era
uno de cuentos. Historias cortas, con subtexto. El primero me gustó. Pronto
estaría serena. Y me introduje en las páginas del segundo. No lo pude terminar.
Lo dejé y abrí otro libro. Esta vez de divulgación. Me chifla. Parecía como si
los párrafos hubieran estado escritos para perderme, en lugar de iluminar el
camino. Lo dejé, y tomé otro al azar. Respiré hondo y me coloqué recta. Ni
siquiera lo abrí. Cerré los ojos.
Palpé
el móvil en el bolsillo del pijama. Lo había dejado en modo avión. Lo
desbloqueé. Miré. No había llamado.
Este microrrelato participa en la iniciativa de @divagacionistas sobre #relatosElecciones
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