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La magia de la música

  Lila es una pequeña de ojos grandes que nunca te miran y a la que le asusta el ruido.    Ha vivido toda su corta vida en una ciudad ruidosa y apresurada. Su madre le ha enseñado que camino ha de tomar para volver a casa desde el colegio. Y así lo hace cada día sin variar un ápice el recorrido.     Hoy hay más gente de lo habitual en la calle de Santa Anna. Lila nota como si una enorme mano le apretara la garganta. Su pulso se acelera.    Distingue sonidos que no identifica, pero es solo música, de aquí la gente.    A medida que se acerca al pequeño grupo de espectadores, sin darse cuenta, las ordenadas notas musicales van introduciéndose lentamente en su ser.    Sobre el escenario improvisado brilla una mujer delgadísima vestida con vaporoso vestido blanco. Está sentada en una silla con un violonchelo entre las piernas. Sus dedos largos vibran junto a las tensadas cuerdas. Acaricia el instrumento con audaz delicadeza del que emerge un ruido, una música, que nunca había oído

Un microrrelato sin ilusión

  Esta mañana al recibir el twit de divagacionistas recordando qué hoy era el día de publicar el relato del mes, me sobresalté. Me había olvidado. Soy lenta en escribir, le doy vueltas al tema durante días para buscar la mejor manera de enfocarlo. Hoy no había tiempo. Así que pensé en probar chatgpt para que me sugiriera alguna idea sobre ilusiones, que era el tema propuesto, como escribirlo y con rapidez.   El investigador Pérez estaba realizando una expedición en el desierto, buscando evidencia de antiguas civilizaciones. El sol ardiente y la falta de agua lo agotaron rápidamente. De repente, vio un lago qué resplandecía a distancia. Creyendo que había encontrado agua, Pérez corrió hacia el lago, solo para descubrir que no existía tal lago. Era solo un espejismo. Quedó perplejo ante la ilusión óptica que acababa de experimentar y se preguntó cómo era posible.   Una vez, de vuelta a su ciudad natal, Pérez se informó y descubrió que los espejismos son causados por la refrac

El hombre del traje de lino.

  Llevaba entrenando delante el espejo todo el día. Repitiendo una y otra vez la disquisición que había preparado, mientras, observaba como sus labios se movían al pronunciar cada palabra. Había concebido la presentación con tiento.        Luego, puso atención sobre su persona. El traje de lino crudo recién planchado le daba una imagen de sabio aventurero. Se puso unas deportivas del mismo tono que el traje qué le proporcionó más ligereza a su esbelto cuerpo. Le faltaba un toque de color y optó por cambiarse la camisa gris qué había elegido por una camiseta azul marino.        Se peinó hacia atrás su grueso cabello negro, se echó desodorante intentando no manchar la chaqueta, tomó la enorme carpeta bajo el brazo y se dispuso a salir a la calle.       Caminaba diligente, a la vez que hinchaba el pecho al respirar satisfecho. A dos manzanas de llegar a la galería de arte, donde lo debían estar esperando, se le cruzó un perro que acababa de defecar en medio de la acera. Le gritó al

Número de identificación 7053

  A Rosa le gustaba observar la ciudad y a sus atareados ciudadanos desde la ventana del autobús. Cada mañana subía ligera al transporte y saludaba al conductor que acostumbraba a ser Fernando, un blanco enjuto cuyas largas piernas no cabían entre el volante, tan grande como una rueda de camión, y los ruidosos pedales obligándolo a tomar posturas imposibles para poder conducir.         Fernando no le devolvía el saludo, ni tan siquiera se la miraba. Rosa en lugar de sentirse ofendida se reía en silencio del esperpéntico personaje mientras se dirigía al final del autobús.        —Siempre siéntate al fondo—le decía su madre cuando era una cría.        —¿Por qué no puedo sentarme delante, junto al conductor? —protestaba —. Me gusta mirar por el cristal delantero.        —Porque es tradición, siempre ha sido la norma y punto.         Rosa sabía el motivo real, pero le gustaba hacer rabiar a su madre.         —Respeta siempre todas las tradiciones si no quieres tener problemas.

Dejad que os cuente lo que ocurrió

La noche anterior estuve haciendo el equipaje para volver a Barcelona. He hecho muchas maletas en mí vida, por lo cual he ideado un método relativamente eficaz. Aún así, me resulta una actividad desagradable.         Salgo de la ducha del sencillo y limpio hotel de Abidjan y cierro la maleta. En la recepción del hotel pago la habitación y solicito un taxi qué me lleve al aeropuerto.        Llegando al aeropuerto caigo en la cuenta qué se han quedado sobre la mesita de noche los carretes de diapositivas kodak. Se apodera de mí la angustia. ¡No puedo quedarme sin fotografías! ¡Hay qué volver!         —Messier, ¿cuánto podemos tardar en ir y volver otra vez al hotel? —le pregunto al chofer con mí precario francés.        —Un poco —contesta.        —¿Cuento es un poco? —insisto.         He olvidado, craso error, qué estoy en África occidental y aquí, conscientes de los imprevistos qué pueden surgir en cualquier ruta,  incluida la propia vida, no miden el tiempo como los occidentales.     

Nunca voy a ser escritora

Por fin tengo dos días enteros para mí. Dos días con sus despertares, su café con leche, mañanas de primavera, comidas sanas, siestas qué regeneran, tardes de cine y fantasías nocturnas, todo para exprimir como me plazca. Sin ver ni oír a nadie. Sola. Todo un lujo.        Me he propuesto dar paseos y escribir. Leer y escribir cada día. Dicen qué para  ser escritora hay qué escribir. Aunque solo sea un párrafo, pero cada día. Así qué aquí estoy, delante del ordenador escribiendo estas líneas.        ¡Vaya! Un mensaje de Pedro ¿Que querrá? ¡Puaf! Me desea suerte en mí retiro. Se habrá olvidado del significado de la palabra retiro.        En la newsletter matinal se dice que el impresentable de Putin ha movilizado 300.000 efectivos de la reserva.¿Es qué no va a parar nunca la locura de ese hombre? La única buena señal es qué su propia gente se está indignado y ahora tendrá que lidiar con disturbios en casa.         Me asusta la recesión que se avecina. Mis sobrinos no han vivido ninguna y

Solo importa la flor

  Tariq no mira la carretera. Ni al blindado que guía la caravana. Sin embargo, no pierde de vista la flor que cuelga del techo del camión.         Su cuerpo alicaído no parece el suyo. Solo la flor. Solo la rosa de plástico qué cuelga del techo parece importar.        Tariq se deja llevar por sus compañeros. Nada importa. Solo la flor.         No quiere cerrar los ojos. Las imágenes resurgen nítidas. Se los tapa para no ver, pero ahí están otra vez las imágenes teñidas de rojo. Solo importa la flor y vuelve a fijar su mirada en ella.         Los gritos de detrás del camión le taladran los oídos. Tariq se tapa las orejas para no oírlos, pero los oye.         Se restriega las manos en el pantalón obsesivamente. Se las mira. Ya solo queda en ellas algo de sangre reseca entre los dedos. Sangre de su amigo.         Su compañero herido vuelve a gritar. Tariq, sabe que lo están atendiendo y hacen todo lo qué pueden por él. Ha pisado una mina antipersonas.        Les prometieron

Déjà vu

  Belén llevaba una vida normal. Tan normal como la de cualquiera a excepción de los turbadores déjà vu que experimentaba.     Bajando las escaleras del tren subterráneo, al doblar la esquina en una callejuela, al entrar en una cafetería, una niña saltando a la comba, un semáforo, una mosca, un viejo R2D2. Cualquier cosa podía activar un déjà vu. Belén sufría con esas extrañas e íntimas sensaciones.           Había veces que los déjà vu eran tan intensos qué le parecía estar viviendo los recuerdos reales de otra persona. Qué aquello no era suyo. Si Belén creyera en la reencarnación hubiera dicho que evocaban una de sus múltiples vidas anteriores.         Ese día, sentada delante de uno de los carteles de prensa interactivos que cuelgan dentro de los aerobuses, le sobresaltó con fuerza las imágenes de una noticia de prensa amarilla. En ella se veía el cadáver de un hombre cubierto con un papel térmico plateado. La visión de los zapatos tirados en el asfalto le provocó un déjà vu tan

Bruma

  Soy vegetariana desde que tengo uso de razón. Y aunque he de reconocer que siempre he echado de menos el sabor de la carne, nunca pensé que me encontraría sentada delante de este plato lleno de salchichas, jamón y beicon sin ningún tipo de cargo de conciencia. Os cuento.        El mes anterior me presentaron a Bruma con la que tuve una larga conversación. Bruma era una cerda modificada genéticamente para poder hablar, entre otras cosas.        —He deseado toda mí vida acabar en una mesa —me dijo mirándome sin vacilar.        Me sorprendió lo bien que olía. Su pelaje era suave y brillaba a la luz de la lámpara.        —Pero, no comprendo.        —Mi mayor deseo es qué me coman. He sido programada genéticamente para ello. Me sentiría frustrada si no fuera así.        —¿No te da miedo? —quise saber.        —¿No te da miedo a tí no saber cómo y dónde va a ser tu final? —rebatió junto a lo qué me pareció una sonrisa y siguió—. Al menos yo lo sé. Anhelo esperanzada el día que

El filo de una hoja de papel dorado

  Foto: Filo de hoja de papel vista a través del microscopio Seis de enero de 2167. Ignacio cumple cuatro añitos. Por medio de drones correo han llegado desde toda la ciudad paquetes con regalos para el pequeño. El salón esta lleno de cajas sin abrir. La casa parece vacía.        Hace tan solo unas horas la alegría inundaba la vivienda y a sus tres ocupantes. Ignacio se había levantado pronto, ansioso por descubrir qué sorpresas le aguardaban. Sus padres habían adoptado una vieja tradición del siglo anterior, en la que tres reyes mitológicos depositaban en las casas regalos para los niños que habían sido buenos. La noche de reyes, tal como se la nombraba, caía precisamente en el seis de enero, el cumpleaños de Ignacio.        La ilusión de abrir los paquetes envueltos con papeles de colores vivos había precipitado a Ignacio a hacerlo atropelladamente.        ¡Zas!       En un descuido, el filo de una hoja de papel dorado que envolvía un cochecito teledirigido por la mente había

Solo los huesos nos mantienen juntos.

Eres mi soporte, mi amigo, mi amante. La complicidad que nos une no se puede comparar con nada, hacemos un todo indisoluble. Tan profundamente compenetrado que no es necesario decir nada, simplemente sabes lo que necesito y me lo das. Sin embargo, hace ya un tiempo que nuestra relación ha cambiado.        Juntos hemos vivido intensas aventuras, profundos debates sobre la vida y la muerte. Hemos aprendido, llorado, reído, amado. Me has dado todo el placer que he sido capaz de sentir. Hemos sido felices.         Pero ahora, no respondes y vas a tu aire, sin tener en cuenta mis necesidades. Se está rompiendo nuestra sincronización y no puedo hacer nada para evitarlo.         Ya no podemos correr, saltar, bailar como lo hacíamos. Ni hacer mil cosas juntos. Te has vuelto torpe, lento, indeciso y gruñón. Solo los huesos nos mantienen juntos.        Has sido un buen cuerpo, fuerte y hermoso. No obstante, ahora, únicamente desestabilizas lo que me queda de existencia. Al llegar la noche solo d

Paco, la he vuelto a ver.

  La primera vez qué Manuela se fijó en ella fue por casualidad. La curiosidad que sentimos todas delante de una mujer hermosa. Alta, cabellera lacia y oscura bien cuidada y porte elegante. Manos en los bolsillos del abrigo y el cuello alzado.         La segunda vez se la encontró comprando en el supermercado. Pensó qué tal vez acababa de mudarse al barrio.         Otro día se cruzó con ella en la calle. Luego, observó que por la mañana tomaba el metro a la misma hora qué ella para ir al trabajo, y el mismo también a la vuelta. Fue entonces cuando empezó a creer que la estaba siguiendo.         Un fin de semana decidieron con su marido hacer un excursión al lago Certascan en el Pirineo. Y allí estaba la mujer, subida a una roca contemplando la profundidad del valle.         —Paco, mira, aquí está esa mujer otra vez—dijo visiblemente agitada a su marido.         —¿De qué mujer hablas, querida?         —Esa, la qué está sentada en la roca—señala con el índice airada—. La que

Mascotas

  Escribir sobre mascotas. Nunca he tenido una mascota y no preguntéis el por qué, porque no lo sé.         No he tenido un animalito que me trajera buena suerte, tal vez por ello tengo tan poca. Entonces, ¿Qué voy a contaros sobre mascotas sí lo ignoro todo?          No voy a poder explicar la agradable sensación de tener en brazos un cachorro de perro. Esa bola de pelo caliente que palpita y gimotea mientras te reblandece el corazón.         No voy a contaros cómo huelen esos lametones húmedos en toda la mejilla. Ni como ronronea acurrucando en el regazo mirándote con esos ojillos y, mientras rebosas ternura, él se tira un pedete.         No hablaré de los pelos perrunos que inundan la casa. Por más que pases el aspirador te los encuentras en todas partes: en el cajón de la mesita de noche, en tu jersey preferido o en la mullida manta con la que te proteges un domingo de invierno mientras visionas tu película favorita.        No describiré la ansiedad del animalito por saca

Jade

  Yo tenía trece años y ella era la oruga más bonita que había visto nunca. Jade, qué así la llamé, tenía una sorpresa guardada.         Jade era un poco más gruesa que un rigatoni , de un color verde intenso, recubierta toda ella de apéndices en forma de ramos de púas negras que la ayudaban a desplazarse. En la cabeza había cuatro ramos de púas rojos y de frente dos minúsculos ojos negros sin parpados.        No podía dejar de mirarla a través del cristal del pote de aceitunas que habilité como vivienda. Hice agujeros en la tapa de aluminio para que pudiera respirar e introduje una ramita del árbol donde la encontré para que pudiera asirse. Le llevaba hojas con las que alimentarse que ella iba devorando sin prisa. No tenía nada más qué hacer, pensé, que comer y acumular suficiente energía para transformarse en la hermosa mariposa que con tantas ansias deseaba conocer.        Transcurrieron los días hasta que de pronto dejó de comer. De un extremo de su cuerpo fue expulsando hilo